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“¡No escuches eso porque me ofende!”

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¿Es válido que alguien que se dedique al periodismo musical nos diga qué podemos escuchar con base a la temática o al discurso que se expresa en un álbum o por las posturas de cualquier artista? No lo creo. La información se comparte, y la decisión final le corresponde a la misma audiencia, pues incluso si se quisiera adoptar la tarea de dictar qué es seguro consumir y qué no, las demográficas son tan variopintas, que difícilmente se podría llegar a una opinión que las complazca a todas. Así que sería prudente abrir una segunda interrogante: ¿Qué tan útil resulta subirse al pedestal de la moral para decir que está mal que se escuchen a ciertos artistas? 

Limitándome a mi experiencia, nunca he tenido problemas con consumir cosas que choquen con mis ideales, pues la música no es mi compás moral, pero siempre trato de informarme respecto al contexto de lo que escucho, así al menos sé por dónde va la tirada y si todo se alinea con mis creencias, bien, si no es el caso, no hay problema.

Dudo mucho que, a estas alturas, poner un disco de Burzum me vaya a convertir en un neopagano nórdico nacionalista, así como tampoco me volveré en una persona gay genio de la electrónica si escucho Coil o en virtuoso de la alta sociedad al poner algo de Bach. No es así como funciona, o al menos no solía ser así. Si antes alguien podía escuchar Hvis lyset tar oss sin tener que ser partidario de toda la verborrea de Varg, e incluso poderse hasta reír de él mientras se disfrutaban las atmósferas y riffs de ese álbum tan esencial, ahora pareciera ser que el objetivo es portar con orgullo las ideologías consumidas, y entre más cuestionables, mejor.

Lo curioso, es que esto parece haberse dado a raíz de esa insistencia de algunos grupos -ya sea bien intencionados o con aires de superioridad moral- por querer controlar el consumo ajeno. Se trata de un movimiento reaccionario que se jacta de escuchar “lo más cancelable”, y ya hasta lo podemos ver en el mainstream, con el ejemplo de gente como Dani Flow, a quien no precisamente le va mal a pesar de sus letras explícitas y vulgares que, claramente, son una respuesta a lo políticamente correcto (al igual que una estrategia para mantenerse viral).

En nuestro país vecino, vemos a aquel infame rapero de origen canadiense, Tom MacDonald, que a pesar de tantos intentos de “cancelación” por parte de los medios a través de ridiculización y minimización de su trabajo, ahora es de los artistas más escuchados. 

Como audiencia, la postura menos artística que podemos tomar hacia el arte es cerrarnos a sólo disfrutar aquello que explícitamente representa valores con los que concordamos. A veces, las obras tendrán varios matices, y nos parecerán ambiguas, pero esa ambivalencia puede invitarnos a reflexionar, cuestionarnos y dar nuestra interpretación.

Por ejemplo, el track “I Wish I Was a Little Girl” del proyecto sueco Brighter Death Now tiene una letra grotesca que a muchas personas podría parecerles una broma de muy mal gusto, pero considero que, de una manera bastante mórbida, expresa una triste realidad sobre la situación de riesgo y vulnerabilidad que viven las niñas pequeñas. No sé si esa era la intención original del autor, Roger Karmanik, pero me gusta creer que sí, pues fue esa ambigüedad la que me hizo caer en un debate interno para llegar a esa interpretación. ¿Deberíamos prohibir esa canción? ¿El mundo se convertiría inmediatamente en un lugar mejor? Realmente lo dudo, pero no faltarán quienes piensen que sí y que es su responsabilidad “salvarnos” de dicho material.

Ahora bien, no se puede negar que existen obras que no dejan nada a la imaginación, y es en esos casos en que es entendible el rechazo absoluto, pues podría tratarse de pura propaganda dependiendo de cuál, y qué tan obvio sea el mensaje; pero incluso en situaciones como esa, el consumo dependerá del umbral de tolerancia de cada quién. 

¿Esto significa que pienso que alguien que expresa ideas ofensivas, y que, peor aún, ha sido acusado de incurrir en hechos ilícitos -comprobados- deba seguir impune debido a su talento o sus contribuciones artísticas? No. Ese es un tema muy distinto. Sin importar qué tanto apego le tenga a la obra de un artista, justicia es justicia; sin embargo, eso no va a detenerme si quiero seguir consumiendo su catálogo disponible y quien quiera darme un sermón al respecto puede ahorrarse el esfuerzo, pues, del otro lado de la moneda, yo apoyo completamente a una persona que quiera abstenerse de escuchar a una banda o solista por el discurso que abanderan o por sus acciones reprobables.

Esa decisión ni siquiera debería ser motivo de burla ni de controversia, pues si bien, evitar el consumo de ese arte no convierte a una persona en embajadora de la moral, el escuchar “cosas cancelables” tampoco nos hace disruptivos (y menos ahora que aparentemente es moda); pero de nuevo, hay que hacer hincapié en el hecho de que esa elección debe ser completamente personal y mantenerse como tal, pues al adjudicarnos el rol de policía, lo único que se logra es avivar más el morbo por aquello que se quiere prohibir. 

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