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Observar y seguir

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Alguna vez, en un viejo mercadillo de barrio, encontré un pequeño libro del escritor norteamericano Henry David Thoreau, reconocido como uno de los padres de la literatura del país del norte.

Mi sorpresa no fue solamente encontrar el pequeño libro Colores de Otoño perdido entre bolsas de mano de medio uso, lámparas inútiles, resortes para bicicletas, no; lo extraordinario llegó mucho tiempo después, incluso después de haberlo leído y haberlo olvidado, pero al parecer no por completo.

Y digo no por completo, porque hace algunos meses hice una caminata por una zona boscosa, impresionante en belleza, no nada más por la cantidad de árboles, rincones oscuros, sonidos de la fauna que habita el lugar, sino también por la manera de llegar allá: agarrar monte, subir entre las faldas extendidas de un par de cerros para después de pasar una franja tupida de árboles y hallar en la altura coronados unos picos por los incipientes rayos solares, después una mole de roca grisácea desafiando a los caminantes, a la gravedad y hasta a la misma noche.

¿Qué nos impulsa a retirarnos a esos sitios en el frío del invierno, entre una resbaladiza alfombra de hojas, lozas cubiertas de musgo fino, humedad casi total?

¿Qué nos lleva a cristalizar nuestros sueños a través de las incipientes lágrimas que ruedan por nuestras mejillas?

Interminables pueden ser las preguntas para los escritores como Henry David Thoreau o para algunas personas que leen mi texto en este instante, sea porque llega en la vida la circunstancia que nos orilla o nos obliga a desconectar la mente y hacer trabajar más el cuerpo o por una simple coincidencia: aparecen sin piedad, esas dudas que nos acompañan como sombras y hay que tratar de contestarlas como a un eco que despierta del fondo del abismo.

Llena de excesos, mi cabeza, con tanta información de poca importancia, me reclama momentos de sobriedad, de alejamiento, de persistencia en la paz y en la palabra, allí está lo extraordinario: darse cuenta, irse, ceder.

Como nuestro querido Thoreau, también necesitamos encontrar el nuevo color de las hojas, pero sin la necesidad de querer nombrarlo todo como decía Pessoa, porque en ese caso hasta la hoja más volátil, más muerta, más olvidada, necesitaría de nuestra atención y paciencia para otorgarle un nombre, un nombre solamente para ella, que no para las de su especie, un nombre que la hiciera existir y habitar en nuestro conocimiento de una vez y para siempre.

Sigamos solamente observando.

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