Escribir desde la tristeza
Muchas veces comencé un texto como una manera de hablar conmigo misma, deseaba contarme una historia necesaria por alguna razón, o simplemente llenarme de ideas, de emociones. La escritura me ha acompañado a lo largo de mi vida, en días difíciles, en momentos memorables, en situaciones casi imposibles.
Hace poco platicaba con una amiga que también es escritora, en realidad caminábamos juntas, en un pequeño trayecto sobre las calles de nuestra ciudad, un sitio árido, que en las noches por lo regular tiene un clima fresco y agradable; algunas vías son muy viejas, los adoquines nos recuerdan el sonido de tacones, carrozas, andares de otros tiempos: parece que no pasaron los años, como en muchas de las ciudades de México que todavía conservan el pasado, la historia en sus barrios.
En ese ambiente, bajo un cielo oscuro con muy pocas estrellas, me sentí de pronto aturdida por mis circunstancias, por los momentos arduos que he tenido que enfrentar últimamente, por las ganas que tengo siempre de evadir una sensación de tristeza en el aire. Le dije que no puedo con el peso de todo, que por más que trato de aligerarme la realidad, a veces resulta inútil intentarlo.
Ella me sorprendió muchísimo con sus palabras, las entiendo, las conozco, es más hasta sé de ese sentimiento. Dijo algo que me parece cierto y pesado, como esas rocas que van a dar a una laguna quitándole la estabilidad a sus aguas: yo necesito estar triste para poder escribir.
Parece, en mi caso, que la tristeza me arrebata las palabras, pero pasa algo extraordinario: la poesía permanece entre las hojas, entre las cosas que leo, lo que miro, las calles en las que pienso, las sonrisas de las personas que amo.
Le dije a mi amiga que a mí no me importa el estado de ánimo en que me encuentre, porque para mí escribir es necesario, es la forma en la que mi mente puede ordenarse, describir los mundos, los planos, las aristas, las vidas.
Cuando escribo vivo dos veces, existo, soy, explico o más bien, trato de explicarme a mí misma todo cuando sucede. Al escribir recreo el entorno, asimilo la verdad, encuentro la línea que preciso para enviar un mensaje, trato de que sea lo más claro posible. Creo en el poder de las palabras para sanar, para aliviar, para acercarnos a otras personas, creo en el poder del lenguaje escrito como una forma de acompañamiento.
Me hacen falta las palabras que vienen de la esperanza, del amor, creo que esas nunca estarán de más. Me hacen falta las que me permiten soñar y seguir.
Entiendo y comparto la idea de que necesitamos estar tristes para escribir, pero nunca será necesario ser personas tristes para hacerlo. Hay que darle su justo momento a las emociones, sin quitar la energía de nuestra existencia, el impulso, la alegría, esas risas tan sonoras, tan claras.
Escribir con una sombra sobre nosotros todo el tiempo, nos dejará sin la radiación necesaria, una densa oscuridad arruina la percepción. Escribir desde nuestra propia novela, con altibajos. Escribir cuando estamos pasando por la carrera más agotadora, pero también cuando todo es disfrute, alegría y fiesta, hacerlo en el mismo texto es posible, le da cuerpo, le otorga ritmo, le da calidad y llega a más personas que al igual que una, tratan de encontrar en la literatura el asombro, el espejo.
Si hacemos caso de los versos del poema Primer preaviso de Ana Ajmátova, cuando dice:
¿Qué tenemos nosotros qué ver[1]
con que todo quede a polvo reducido,
sobre cuántos precipicios canté
y en cuántos espejos he vivido?
Mirémonos en esas claras superficies, que estar tristes no solamente nos lleve a escribir o a leer, que también nos ayude a contemplar nuestra propia naturaleza, nuestras ruinas, nuestros cimientos, los ojos al precipicio.
[1]Página 43. Réquiem y otros poemas de Ana Ajmátova, Mitos Poesía de Editorial Mondadori 1998, España.