Por Xavier G
En estas fechas en las que solemos recordar a quienes se despidieron antes que nosotros, Xavier G nos comparte un par de invenciones poéticas. El primer poema nos permite evocar a la muerte como anfitriona permisiva en la reunión de las personas que quisimos en vida y que, ahora que están ausentes, seguimos queriendo y valorando con la misma intensidad.
En el segundo texto, escrito en reversa, el poeta intenta vencer a la muerte como si fuese un David que lanza una piedra de imaginación afectuosa para liberar a un conductor y a un caballo de sus destinos finales. En estos poemas, que forman parte de su libro El porvenir incesante de la peripecia en el imprevisible mundo de los hechos, el autor parece entregarnos una consigna paradójica: ¡Que vivan la muerte y su persistente detractora, que es la vida!
Tumbas abiertas
Para María, Luz y Evangelina,
in memoriam.
Los muertos no están muertos,
solo se han fugado de la vida:
anidan en un patio cercano a nuestros corazones,
en un terreno cercado por la nostalgia,
en un objeto o beso que nos dieron
mientras sonreían o suspiraban.
No están muertos, a veces
se les mira brotar de la tierra
y rasgar el horizonte
con un ala de ultratumba;
se les escucha beber y brindar
entre risas,
acodados en las barras espectrales
de algunos cementerios.
Salen a retozar de vez en cuando
entre las tumbas,
corren detrás del transporte público
sin alcanzarlo nunca,
tienen el pecho hueco,
como una concha donde uno pone el oído
para escuchar el eco de un latido.
No están muertos: odian las ciudades
porque cada vez hay más frivolidad
y menos polvo en ellas.
Los muertos migran a la inversa:
de la ciudad al campo;
aman los cerros, las montañas y las flores
y desde que pusieron un pie en el más allá
salen a respirar el olor a tierra cuando llueve.
Sienten ñáñaras
cuando alguien menciona la palabra cielo.
Sus vidas-muertes transcurren
como en los videojuegos:
vencen obstáculos, capturan artilugios
y desbloquean mundos subterráneos
para cruzar los nueve niveles del Inframundo.
Asoman por las ventanas de los objetos
que les pertenecieron,
salen de las fotos y grabaciones
que conservamos de ellos
para decirnos no desperdicies tu vida.
Los muertos vivos están:
ponemos sus nombres a las estrellas
y a sus nietos, bisnietos y tataranietos,
los adoramos,
los vemos en las cimas de edificios,
en las neblinas más densas los imaginamos,
hablamos con ellos en las iglesias,
los queremos vivos,
los queremos.
***
Equus reverti
La vida se disocia de la muerte en un instante.
Un relincho feral conmueve al cosmos.
El ánima rotatoria de la Tierra se trastoca.
El conductor del vehículo está vivo:
sus órganos se descomprimen;
la sangre se reencuentra con sus venas.
La hemorragia del caballo fluye inversamente
hacia el centro del latido.
Su fábula ósea se desastilla.
Sus vértebras torácicas se regeneran.
Desaparece la telaraña
que había quedado inscrita
en la frialdad del parabrisas.
El filo del parachoques
se arrepiente y desabolla.
El auto se separa del corcel
y el empuje se deshace.
Los neumáticos silencian su rechinido.
El pie vuelve del freno al acelerador
en fracciones de segundos.
La bestia se incorpora y devuelve la firmeza
de sus patas al asfalto.
Sus ancas alumbran la velocidad
y el oxígeno apacienta sus pulmones.
Un despliegue pegaseo enmudece
su repiqueteo de cascos,
y, al cocear los aires,
alza una polvareda de luz
que abriga su existencia.
