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‘Cada verano llora’, una crónica de Juan Mendoza

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Por Juan Mendoza

Durante mi trabajo en el stand de la revista Generación en la Feria del Libro de Minería yo era, como ya lo dije, un imberbe de veinte años que confundía el amor con las ganas de ir al baño y me enculaba cada cinco minutos con cualquier morra que me brindara un poquito de atención. Así que al tercer día estaba enamorado de Maisy. Lo malo es que también tenía una fuerte competencia: un poeta alcohólico cuarentón que a diario la rondaba.  

Ella se entusiasmaba con él y yo me encabronaba. Un viernes maldito me dejó plantado a la hora de la comida para irse al Salón Corona con el mencionado poeta. Regresó unas horas después, medio flameada. Me hizo señas de lejos para que me acercara. Maisy me contó que el poetizo la andaba sonsacando para no regresar a la feria y seguir bebiendo, y aunque el plan sonaba tentador, no había quien cerrara el stand más que ella, así que salió huyendo y se refugiaba conmigo para que cuidara que no se viera muy borracha.  

Como andaba medio peda también estaba liberal: comenzó a agarrarme las manos, a entrelazar los dedos, hacía como que quería alcanzar revistas en los sitios más altos para restregar su cuerpecito al mío y yo sentía que tocaba las puertas del cielo. Y es aquí donde llegamos a los conciertos de rock, porque Maisy me hizo una pregunta sopetón…  

Cada verano llora  

Manu Chao / Plancha del Zócalo, CDMX / 30-03-2000  

—¿Te gusta Manu Chao? —me dijo Maisy y no dudé en la respuesta. —¡Pero claro! Lo sigo desde Mano Negra. Ya sabes, el Puta´s fever es uno de mis discos favoritos, así como el Clandestino y sólo espero el lanzamiento mundial del Próxima estación… Esperanza.  

—¿Ya tiene título el nuevo disco? Bueno, no importa: hoy toca en el Zócalo, gratis, ¿vamos?  

—Por supuesto, ¡estamos a unas cuadras!  

Terminando, cerramos y nos lanzamos a pie. Regresé entusiasmado a mi stand de la revista Generación en la Feria del Libro del Palacio de Minería. Con un poco de cargo de conciencia porque sólo conocía un par de canciones de Manu Chao y en realidad ni me gustaban tanto. Pero gracias a mi innata habilidad de retener nombres de discos y canciones había logrado una cita en un concierto masivo en el Zócalo con la que podría haber llamado mi crush, si ese vocablo anglo ya hubiera sido adaptado al lenguaje común del mexicano promedio.  

—¡Toma eso, poeta! —me dije, pensando en el cuarentón alcohólico que rondaba a diario a Maisy en la Feria.  

Pocas veces me quedaba al cierre. El Palacio de Minería no permitía acceso al público desde las siete, así que a las siete y media corría a los clientes restantes y a las nueve a más tardar tenías que haber hecho el corte de caja, el inventario del día, dejar el pasillo libre y cerrar. Me espere con Panchito Oyarzabal, quien había llegado unas horas antes para suplirme. Hicimos cuentas, se guardó las ganancias, me dijo que, como siempre, mi comisión me la daría el direc al siguiente día y cada quien agarró para su lado.  

Me encontré con Maisy en la puerta de salida. Pero me llevé la sorpresa de que tendríamos compañía: una pareja mamoncísima que ni me fumó, y el valiente poetastro visiblemente borracho. Me presentó con todos, me tomó del brazo y nos reunimos con la multitud que salía del Metro Bellas Artes y caminaba sobre Madero: una horda de clandestinos y rebeldes, como llamó Jorge Caballero en su reportaje publicado en La Jornada tres días después de que más de cien mil almas nos diéramos cita en el Zócalo.  

El poeta insistió en comprar cervezas para el camino. Me regaló una lata y fue todo el alcohol que tomé esa noche: sin mi comisión, el saldo de efectivo en mi cartera era más bien magro. Me di cuenta que el poeta me miraba más con ternura que como competencia en la carrera de ligarse a Maisy. Lo odié más. Hizo sus mañas y logró apartarla lejos de mi brazo para que se fuera caminando junto a él.  

Llegamos al Zócalo con un poco de dificultades. Era mi primer concierto masivo, la primera vez que veía reunida tal cantidad de personas, donde yo formaba parte de la masa idiota. Había rechazado las invitaciones que mi amigo el Malosito me ofertaba cada que iba a los toquines de Ciudad Universitaria por quedar bien pinche lejos de mi casa. Mi experiencia de rock en vivo hasta entonces se resumía en bandas underground de antros asquerosos, la semana del blues en Tlalnepantla y a Tex Tex en el auditorio de la Normal Superior para cincuenta normalistas.  

Éste era uno de esos conciertos que pueden cambiarte la vida y yo ni enterado. Entre empujones y apretones llegamos más o menos a la mitad de la plancha. Maisy me dijo al oído que avanzaríamos hacia adelante, enfrente del escenario, para disfrutar mejor. Visualicé un manoseo, una untada de cuerpo, un fajecín en medio del tumulto. Comenzamos el duro periplo y aunque la tomé de la mano lo más firme que pude, sucedió lo inevitable: la perdí. Como en la canción de Rockdrigo González: una ola de gente se la llevó. El poeta, que en el aire las compone, había ganado.  

*** 

Me cansé de intentar ubicarlos. A los pocos minutos me descubrí hastiado, abandonado, sobrio y sin saber qué chingados estaba haciendo ahí. ¿Cómo carajos te puedes sentir solo cuando tienes alrededor más de ciento cincuenta mil personas? Entonces comencé a elucubrar teorías sobre Maisy y el poeta. Lo que le haría en el concierto, a dónde la llevaría después, cómo le abriría las patotas para recibir su embestida con gusto. Sin pedir ayuda, sin gritar mi nombre, porque no se acordaría de mí. 19 Me encabroné.  

¡Ni siquiera me gustaba Manu Chao de solista! Se me hacía un mamón y pretencioso con un discurso actuado, repetitivo y circular. Seguramente su gorra de alpaca andina hedía a mugre y mariguana añeja. ¡Y no sabía que era francés!  

No tenía dinero suficiente para regresar en taxi, pagar un hotel o trasnochar en una cantina después del concierto. Sin amor, sin bebida, sin amigos ni conocidos a la mano y ya estaba bastante avanzado en la plancha del Zócalo como para intentar retirarme. Tenía cigarros que servían un poco de consuelo.  

Entonces me dedicaba a fumar muy encabronado cuando salió José Manuel Tomás Arthur Chao Ortega portando una playera blanca con una estrella roja, una mano negra y las siglas EZLN. Saludó a los mexicanos, dedicó el concierto al Popo (sí, al volcán), a los niños de la calle, a las familias de toda la gente presa y comenzó a tocar “Bala Perdida”. E inmediatamente después “Bienvenida a Tijuana”.  

Bienvenida mamacita/ I’m in ruta Babylon/ Bienvenida la cena/ Sopita de camarón/ Calavera no llora/ Serenata de amor/ Cada verano llora/ No tiene corazón/ Por la Panamericana/ Bienvenida a la aduana/ Bienvenida mi suerte/ A mí me gusta verte/ I want to go to San Diego/ I want to go y no puedo/ Bienvenida a Tijuana/ Bienvenida la Juana. 

Para “Demasiado Corazón” Manu y su grupo habían ganado toda mi atención y entusiasmo. No me arrepentía de nada. Suponía que los músicos se notaban complacidos y sorprendidos. Venían de una gira en la que no habían reunido a más de dos mil personas por concierto y se encontraron con una plancha del Zócalo a reventar. ¿Y cómo fue que nos enteramos? No recuerdo promoción alguna, ni en carteles, ni en la radio, ni en el boca a boca. Yo me enteré por mi amada Maisy, a la que estaba olvidando gracias a la magia del rock en vivo.  

No había siquiera un fuerte despliegue policial como se acostumbra en estos eventos. “Los jóvenes se cuidarán entre ellos”, parecía ser desde entonces la filosofía del Jefe de Gobierno, Andrés Manuel López Obrador, entonces perredista. Fui testigo de cómo unos oficinistas trajeados compartieron un churro con unos morros skateros y con unos porros con el logo del puma de la UNAM y ni quién la hiciera de a pedo. 

Entre canción y canción, Manu Chao no desperdiciaba tiempo en el micrófono para aventar propaganda libertaria y política. “Si las marchas de los estudiantes a veces parecen bailes, por qué no habrían de ser sus bailes también manifestaciones políticas contra la violencia y la intolerancia”, escribía Hermann Bellinghausen para La Jornada en su crónica del concierto.  

Tocó más de treinta canciones. Reconocí unas pocas, sobre todo las de Mano Negra, como “Casa Babylon”, “Señor Matanza” y “King of the Bongo”. *** Ni los Tigres del Norte juntaron tanta gente, dicen hoy las crónicas de los toquines en el Zócalo. ¿Y saben? Al Vive Latino y a los masivos de CU también iba un chingo de raza.  

Parecía que a algún consultor se le ocurrió que eso podía ser negocio. Poco tiempo pasaría para que los tentáculos del mainstream olisquearan que se podía sacar varo. Y un chingo. Ahora se sabe que funciona mejor la alienación que la prohibición como aparato represor, por eso nos acercamos más al Mundo Feliz de Huxley que al Hermano Mayor de 1984 de Orwell.  

En 2020 si buscabas en Google “los mejores conciertos en el Zócalo” el resultado arrojaba puro rock: Paul McCartney, Roger Waters, Pixies, Caifanes, Café Tacuba. Por ahí se colaban Justin Bieber y Shakira, que al final son pop. Y también aparece éste, al que asistí con la que pretendía que fuera una potencial encargada de llevarse mi virginidad. Pero me quedé sólo, a ser parte de la historia.  

Romántico cliché: algo cambió dentro de mí para siempre. Dicen que uno siempre intenta regresar a los lugares a donde fue feliz. Lo que no dicen es que la mayoría de las veces esos lugares se transforman tan drásticamente que conviene dejarlos en paz: guardarlos muy dentro de tu corazón y procurar que se queden ahí, tal cual fueron.  

Conforme fui envejeciendo se apagaron las ganas de volver a un masivo al Zócalo. Muchos años después leo en redes sociales que “Roger Waters tocará gratis en el Zócalo.” Pero se equivocan, no fue de oquis. El músico cobró un chingo de varo. El gobierno pagó de la parte presupuestal que entra en la terna “Conciertos para mantener contentos a los citadinos y no se encabronen de la robadera porque les trajimos a su artista y de todos modos de aquí también nos vamos a llevar una tajada”. En la semana de las Juventudes de 2018 Maldita Vecindad cobró un millón de pesos. Los Pixies cobraron diez.  

Al menos, eso reportó el gobierno. ¿Lo sabrán los mánagers? ¿Habrán sido parte de un moche? ¿Cobraron lo justo y el gobierno se aprovechó del resto? De momento, lo único que puedo recomendar a los morros y morras que tienen un chingo de energía y más ganas de cabulear es que vayan a los masivos del Zócalo, a todos los que puedan. No sientan ni una pizca de vergüenza sea el género que sea. Dejen de lado la demagogia y no olviden que su boleto ya está pagado. Y sí, aun cuando no vayan, lo pagaron ustedes. De alguna forma. Aunque no trabajen, ya pusieron su coperacha. Se los juro.  

En el 2000 internet era otra cosa. Los asistentes a ese concierto lo guardamos meramente en la memoria. Manu Chao repetiría al Zócalo en el 2006 con similares resultados. A ese ya no fui. Tres años después, en 2009, durante el Festival de Cine de Guadalajara el galo expresó sus opiniones acerca de la matanza de Atenco durante el mandato de Enrique Peña Nieto. El entonces preciso, Felipe Calderón, basado en aquel artículo de la constitución que menciona que un extranjero no puede andar diciendo chingaderas del gobierno mexicano en ciernes, le dio a entender que no era persona bienvenida al país y, desde entonces, al menos durante los gobiernos panistas y priístas, no ha regresado a México. A tocar, mucho menos.  

***  

No sonó “Mala Vida”, estoy seguro. Quizá cerraron con “Welcome to Tijuana”, la versión skatera, pero no lo recuerdo. A eso de las once y media de la noche me uní nuevamente al periplo que viajaba de regreso al metro. Muchos la siguieron en las cantinas del Centro. Seguramente Maisy y el poteastro andaban en un hotel de paso. No supe, no lo pregunté, no lo comentamos al día siguiente que nos vimos en la Feria del Libro. ¿Dónde te metiste?, quizá me preguntó. No lo sé, me perdí, sería mi respuesta.  

Estuvo poca madre. En eso coincidiríamos. Dejamos de frecuentarnos en nuestros stands desde que otra morrilla de la que estaba enamorado fue a visitarme. Había dejado olvidado el intento de ligue gracias a Maisy y la chamba, pero lo retomé en cuanto se apersonó en el puesto. Dimos vueltas por una hora y le regalé para ella Todo suena a Franck Pourcel, de Fadanelli. Quería contarle del concierto y le pregunté si le gustaba Manu Chao. ¿Quién?, contestó y mi respuesta fue sobarle la cabeza rapada.  

Me encantaba, pensaba que tenía temperamento punk, pero resultó ser fresa. Quizá 22 hubiéramos profundizado en terrenos amorosos, pero la regué en muchas cosas y poco tiempo después me señalaría como una persona non grata. Dos años después dejé mi chamba en Generación para entrar a trabajar como auxiliar contable en una fábrica de chocolates. Por un tiempo estuve de luto por mi abuelo y después lo dejé partir. Me arrepiento por no haber platicado más con él, quizá para poder escribir una novela de sus experiencias de vida. ¡Carajo! Un anciano no tiene nada más que hacer que platicar. Help the aged.  

Me reconcilié un poco con mi padre cuando conocí a mi amada Maris, que se convertiría en mi wife. A los dos los incluí en los agradecimientos de mi primer libro de cuentos. Quizá un día le dediqué una novela completa.  

La intravenosa del rock en vivo se metió con todo en mi cuerpo y comencé a ir a cuanto concierto se me atravesaba, en realidad muchos menos de los que deseaba. También llegué a tocar en bandas de covers que organizaban tocadas para más de veinte personas que no eran cuates ni familia.  

Llegué a tocar para una centena de personas que no me conocían, pero me celebraban, y llegué a tocar en una pizzería para dos aburridas personas que nos tenían que escuchar a huevo en lo que salía una de champiñones. Ya no regresé a ningún concierto al Zócalo. Tampoco volví a ver a Manu Chao en vivo. Recomiendo ambas cosas. De repente cambian tu vida. 


*Esta crónica forma parte del libro Nosotros iniciamos el incendio, publicado por la editorial Producciones El Salario del Miedo (2023) y se publica con la autorización expresa del autor.

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