Por Carlos Villalobos
En la reciente edición del Vive Latino se puso de manifiesto algo que va más allá de las luces, los escenarios y la incesante cacofonía de los grandes nombres, y eso es la participación desbordante de Jay de la Cueva y el boom mediático de Macario Martínez, que aunque en apariencia serían celebraciones del talento y de la versatilidad en la música mexicana, si leemos entre líneas, ambos casos se erigen como el reflejo crudo de un capitalismo tardío que premia la fórmula segura en lugar del arriesgar en pro del arte.
Jay de la Cueva, con su capacidad innegable para transitar entre géneros musicales y con colaboraciones que rozan lo impensable en cada escenario, hace historia cada que pone un pie en el Festival. Su presencia en el Vive Latino, asumiendo roles en proyectos alternos y demostrando una versatilidad que desborda expectativas, representa ese capital cultural que, cuando se apuesta por lo probado, consigue resultados inmediatos.
Pero en este juego de ganar para el bolsillo, ¿Qué queda para impulsar verdaderamente el arte? La industria, en su afán por replicar el éxito, se ha convertido en un mecanismo que solo selecciona lo seguro, arriesgándose tan poco que, incluso el impulso a jóvenes promesas, queda relegado a un segundo plano.
Por otro lado, Macario Martínez, quien viene construyendo su trayectoria con propuestas que, aunque originales, aún debe medirse contra la inercia de un boom mediático que lo catapulta sin prever los desafíos de la consolidación, encarna otra cara de esta moneda. Su historia, aunque no lo pareciera, también es víctima de un sistema que premia la repetición y el “ya probado”. Cuando el capital se decide por fórmulas comprobadas, en este caso la relevancia en redes sociales de la cual hemos diso testigos, el riesgo, ese ingrediente esencial para la verdadera innovación, se vuelve un lujo que la industria, al menos en México, no se permite.
El Vive Latino, uno de los festivales más emblemáticos de México y Latinoamérica, ha sido históricamente un semillero de talentos emergentes, pero hoy en día parece que se convierte en un escaparate de megafestivales donde la apuesta se inclina por nombres de proyectos musicales con 20 o 30 años de trayectoria, o sus proyectos alternos, que aseguran el éxito de taquilla sin necesidad de asumir riesgos. Y es que este fenómeno no es fortuito ya que la lógica implacable del capitalismo tardío, que, al exprimir cada último peso, sacrifica la innovación y la frescura en favor de resultados inmediatos y medibles. Y ahí es donde radica precisamente esa aversión al riesgo, esa incapacidad, o falta de voluntad, de invertir en el talento emergente, la que, irónicamente, cava la tumba de los megafestivales.
Porque cuando se convierte el arte en un producto, la apuesta cultural se reduce a cifras, a estrategias de marketing y a la perpetuación de fórmulas que han demostrado funcionar en el pasado. Jay y Macario son claros ejemplos: dos artistas que, pese a su talento, se ven empujados a encajar en moldes preestablecidos que aseguran ingresos y minimizan el riesgo. La industria, en su afán por “probar para ganar”, acaba asfixiando la posibilidad de experimentar, de apostar por propuestas radicalmente nuevas, de ofrecer espacios donde el arte pueda florecer en toda su diversidad.
La respuesta a este dilema no se halla en repetir lo mismo una y otra vez, sino en la creación y el impulso de espacios alternativos y colectivos que apuesten en favor del talento local. Proyectos como “La Bestia” son un grito de rebeldía ante un sistema que ve el arte sólo como un bien de consumo. Lo que comenzó como una sala de ensayo se ha transformado en un ecosistema integral, un espacio donde se promueve el networking, se ofrecen shows en vivo, se imparten capacitaciones y hasta se experimenta con iniciativas radiales.
Este tipo de propuestas no solo desafían la lógica del capitalismo tardío, sino que abren la puerta a una verdadera profesionalización de los artistas, quienes muchas veces no cuentan con el respaldo de las grandes corporaciones.
La cultura, ese patrimonio inalienable que debería ser un derecho de todos y no un producto reservado para quienes pueden pagar precios inflados, se encuentra hoy en una encrucijada. La consolidación de mega festivales que ignoran la apuesta por lo nuevo y se conforman con fórmulas seguras, está contribuyendo a que el arte se encadene a una lógica de rentabilidad, dejando de lado su verdadera esencia transformadora. Es en este contexto donde el riesgo, ese riesgo inherente al impulso de la creatividad, se vuelve el primer bache en el camino de una industria que, por temor al fracaso, prefiere exprimir lo ya probado.
Resulta evidente que el capitalismo, en su fase más tardía, ha impuesto una economía de la cultura donde los grandes nombres y los éxitos de taquilla son la norma, y donde el verdadero impulso del arte es considerado un gasto innecesario. Los megafestivales, al adherirse a esta lógica, terminan por repeler a las audiencias que cada vez valoran más las experiencias auténticas y cercanas, aquellas que invitan a un contacto directo con la esencia del arte y no a un espectáculo saturado de cifras y fórmulas comerciales.
La industria cultural, en México, enfrenta el reto de revertir esta tendencia, es necesario apostar por espacios y colectivos que fomenten el talento emergente, que profesionalicen a los artistas sin sacrificar su autenticidad y, sobre todo, que reconozcan que el acceso a la cultura es un derecho inherente. No se trata de competir en un mercado saturado por gigantes, sino de recuperar la vocación original del arte como motor de cambio y transformación social.
Y aquí es donde pido que pongamos todo en perspectiva. El fenómeno del Vive Latino, el impacto mediático de Jay de la Cueva y el recorrido de Macario Martínez son símbolos de una industria atrapada en la necesidad de demostrar resultados inmediatos. Pero mientras el capital se empeñe en probar fórmulas seguras, el verdadero riesgo, el riesgo de innovar, de experimentar y de apostar por lo desconocido, se vuelve el gran ausente. Y es precisamente ese riesgo, ese salto al vacío en favor del arte, el que podría rescatar a nuestra cultura de la homogeneización y del lucro desmedido.
El futuro de la música y del arte en México depende de una apuesta decidida por la diversidad, la creatividad y, sobre todo, por la visión de que la cultura no es un lujo al alcance de unos pocos, sino un patrimonio vivo que pertenece a todos. Es hora de que los megafestivales reconsideren sus prioridades y que la industria del entretenimiento abrace la idea de que arriesgar en pro del arte no solo es posible, sino necesario. Porque en esa apuesta reside la verdadera esencia de lo que somos y lo que aspiramos ser, una sociedad que valora la autenticidad y que reconoce que el arte es, y siempre debe ser, un derecho.
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