“Habitación 323”, un relato de terror de AMV Ortega de la antología Umbra Nocturna
Por AMV Ortega
Para mí, la noche siempre ha tenido esa magia indescriptible, donde lo imposible de narrar puede cobrar vida al cobijo de la penumbra.
Fue una noche de julio cuando ocurrió lo que estoy a punto de narrarles, mis queridos amigos. Solía escaparme de vez en cuando con Mariana, una profesora de preparatoria con la que llevaba bastantes meses conviviendo. Nuestra relación no tenía nombre ni título, solo nos dejábamos llevar por el momento que generaban los tragos que frecuentábamos casi todos los fines de semana. Un par de copas o unas cervezas bastaban para sentir el calor recorrer nuestros cuerpos y buscar con la premura del conejo blanco un lugar para resguardarnos y darle rienda suelta a nuestros instintos más primitivos.
Ocurrió que, una noche de esas en la que las copas hicieron su magia, dimos con un lugar a las afueras de la ciudad. La fachada de nuestro hospedaje era tan normal como la de cualquier hotel que habíamos visitado, una torre llena de pequeñas ventanas con vidrios oscurecidos, un anuncio de neón que daba la bienvenida a los visitantes espontáneos y una serie de maceteros que fungían como cortina para esconder a los amantes en un intento nefasto por resguardar su identidad. “Habitación 323, saliendo del elevador a mano derecha”, comentó una malencarada recepcionista mientras extendía su mano con un llavero en forma de pirámide y una solitaria llave para acceder a nuestra guarida nocturna.
Tomamos el ascensor, al abrir las puertas notamos un ambiente tenebroso, el pasillo era oscuro y apenas estaba iluminado por una tenue luz que emanaba de un altar. Al final de este, en el altar del rincón, se percibía una figura humanoide, pero no era la de un santo conocido, la luz roja que lo iluminaba creaba un ambiente tétrico, pero nuestro arrebato nos llevaba a consumirnos entre besos y toqueteos, ignorando por completo aquella imagen tenebrosa al final del pasaje. Nos internamos en la habitación que nos había sido asignada, una cama, muebles temáticos y lámparas tenues que apenas iluminaban la habitación conformaban el complejo que nos hospedaba esa noche de julio.
Comenzamos con el jugueteo que precedía a unirnos entre las sábanas, sentía su cabello caer sobre mi cara y el vaivén de sus caderas; mientras en mi celular reproducía una selecta lista de canciones que solían acompañarnos en cada encuentro. Todo sucedía con normalidad, el calor aumentaba y su respiración se agitaba, era una melodía única que llenaba aquella habitación.
De pronto un ruido llamó nuestra atención. En el pasillo oscuro se percibían los pasos de lo que parecía ser un animal, quisimos creer que se trataba de un gato o cualquier mascota que habitaba en ese sitio, decidimos no reparar en detalles y continuar con nuestra faena. Pasaron algunos segundos y alguien llamó a nuestra puerta, no habíamos solicitado servicio al cuarto por lo que atiné a gritar que no molestaran. El golpeteo en la vieja madera se intensificó al grado de desesperarnos, así que me levanté a atender al llamado del intrépido o intrépida que había osado a interrumpir nuestro momento de mayor éxtasis. Tomé un cigarrillo y lo encendí mientras desatoraba el seguro y giraba la perilla para abrir, estaba totalmente decidido a gritarle a quien se había atrevido a molestar. Mi sorpresa fue inmensa cuando al abrir la puerta no encontré a nadie detrás de ella, un extraño escalofrío recorrió mi cuerpo de pies a cabeza mientras Mariana preguntaba quién había tocado. “Nadie, no es nadie”, respondí mientras daba un paso hacia atrás, dejando caer con manos temblorosas el cigarro en el oscuro pasillo.
Cerré la puerta y con paso presuroso corrí a refugiarme entre las sábanas, mi miedo era evidente, pero no podía explicarlo. Mariana me miraba atónita, su rostro mostraba millones de preguntas, pero mis oídos habían ensordecido ante sus palabras, solo veía sus labios moverse y la angustia se sobreponía a su expresión que, minutos antes, era de júbilo.
De nuevo regresaron los golpeteos en la puerta de la habitación 323, eran cada vez más intensos y sonaban en mi cabeza como martillos golpeando contra el acero, resonaban como cañones, como mil caballos galopando a toda velocidad; y mi desesperación crecía. Intenté articular unas palabras, advertirle a Mariana que no saliera, pero estaba completamente inmóvil mientras ella se encaminaba rumbo a la puerta envuelta en la sábana blanca de la cama de aquel hotel. Abrió la puerta y un grito ensordecedor inundó el edificio en el que nos encontrábamos, el hallazgo de Mariana la había petrificado, saqué fuerza de no sé dónde, pero al fin logré despegarme de esa cama y correr por mi compañera. Ahí estaba ella, una mujer cubierta de sangre desde los pies hasta la cabeza, de su abdomen brotaban chorros a diestra y siniestra, lo que por un momento me hizo pensar que alguien había cometido un crimen en ese lugar.
Aparté a Mariana y encendí la lámpara de mi celular para alumbrar aquel pasillo, de pronto apareció esa bestia innombrable, sus dientes eran afilados como cuchillos, en sus garras aún podían verse trozos de la piel desgarrada de su víctima que agonizaba frente a nuestra puerta, me miró y esbozó una sonrisa demoniaca, sus ojos brillaban con la misma intensidad de la luz que alumbraba el altar al final del pasillo. Fue entonces cuando recordé lo que había visto en la entrada de ese hotel, justo detrás de la recepción se hallaba una pintura de lo que parecía ser un gato con dientes afilados y garras enormes, su pelaje blanco con manchas carmesí daba miedo y repudio al mismo tiempo, cuando entramos al hotel no le tomé importancia, pero ahora venía a mi mente cada escena desde nuestra llegada a ese infernal hostal.
Un gruñido, que parecía una risa bufonesca, me hizo volver en mí, aquella bestia infernal miraba a Mariana y dibujaba una sonrisa enorme en su grotesco rostro. Cerré la puerta tan pronto me adentré en aquella habitación, Mariana permanecía inmóvil, víctima del terror.
Con un esfuerzo casi sobrehumano logré hacer reaccionar a Mariana, sus gritos se combinaban con llanto y de su boca escapaban sollozos que no podía entender. El miedo nos recorría de pies a cabeza, pero era necesario conservar un poco de calma para escapar de ese lugar. Los golpes en la puerta cesaron al cabo de unos minutos, eso nos ayudó para regresar a la paz, o por lo menos intentar pensar las cosas con mayor claridad. Decidimos llamar a recepción, la malencarada mujer respondió con una voz similar a la de una de esas brujas de las caricaturas, al escucharla parecía como si desde el fondo de su paladar quisiera escupir una carcajada para burlarse de nuestra pena mientras prometía subir lo más rápido posible a verificar la situación. Instantes después, escuchamos de nuevo que alguien llamaba a la puerta, la anfitriona con voz nasal se presentaba para solicitar que abriéramos. Aún nos encontrábamos desnudos, tomé mi pantalón, camisa y zapatos y me vestí a medias, mientras Mariana hacía lo mismo con sus prendas. La mujer de la recepción insistía en que abriéramos la puerta y golpeaba cada vez con mayor fuerza.
Recordé que en mi mochila siempre cargo con una navaja multiusos, así que decidí sacarla para atacar si era necesario. Si nuestra vida dependía de penetrar la arrugada piel de la anciana recepcionista, no dudaría en hacerlo ni un instante.
Con pasos temblorosos me aproximé a la puerta y tiré de ella con firmeza, al otro lado se encontraba la malencarada mujer, su semblante era de calma, pero parecía que su cara guardaba la más grotesca mueca de burla; comentó que no había nada extraño en el piso, la mujer llena de sangre había desaparecido del pasillo que misteriosamente ahora se encontraba iluminado por múltiples lámparas de luz blanca. Me asomé hacía el final del corredor para descifrar la figura que permanecía en el altar, pero este había desaparecido, en su lugar se encontraba una maceta con una palmera de esas típicas que solo sirven de adorno. No podía creer que apenas unos minutos atrás Mariana y yo habíamos visto cosas horrendas, ¿acaso nos estábamos volviendo locos? No descarté que probablemente nuestras bebidas fueran adulteradas y eso había cambiado nuestra percepción de la realidad. De pronto escuché el ronroneo del infernal animal, un gato blanco se paseaba entre mis pies como suplicando cariño, lo miré con desprecio y sentí la rabia recorriendo cada uno de mis órganos, haciendo presa mis sentidos hasta llevarme a la locura.
El infernal felino me miró y esbozó una mefistofélica sonrisa al tiempo en que la anciana de la recepción me miraba con ojos profundos como si estuviera en un trance. Miré a Mariana, estaba estupefacta ante lo que acababa de ver, de sus ojos brotaron lágrimas y un grito desgarrador escapó de su garganta. Volví mis ojos al animalejo y este se abalanzó sobre mí. “¡Corre, Mariana, corre!”, le grité al momento en que las garras afiladas del felino se incrustaban en mi piel. Busqué mi navaja, pero no la traía conmigo, con un movimiento preciso logré quitarme de encima a la bestia blanca haciéndola golpear con todo su cuerpo la pared opuesta a nuestra habitación. Mariana salió corriendo de ese hostal de la muerte, intenté correr tras ella, pero me faltaba el aire. Logré percatarme que tenía una herida en el cuello, mi vista se nubló haciéndome perder el equilibrio hasta caer.
Fue cuando abrí los ojos que pude darme cuenta que junto a mí se hallaba el cuerpo de la mujer que instantes antes había llamado a nuestra puerta, la misma mujer que había sido atacada por la bestia del pasillo, sobre su pecho se encontraba incrustada mi navaja multiusos. Yo la había asesinado de una puñalada certera en el corazón. La bestia infernal logró levantarse maltrecha, y con paso tambaleante se postró frente a mí al tiempo en que su rostro reflejaba una sonrisa tenebrosa. Un chirrido salió de sus entrañas, una especie de risa demoniaca como queriendo celebrar su victoria, sus ojos resplandecían como fuego. Levanté la mirada y ahí estaba la mujer de la recepción, su cabello casi blanco y desordenado, su ropa como harapos y su dentadura descuidada son algo que no puedo borrar de mi mente, cuando cierro los ojos la veo ahí con su sonrisa dibujada y entre sus brazos aquella bestia salpicada de sangre.
Perdí la conciencia y desperté en un cuarto de hospital custodiado por un ejército de policías. Ahora tengo una herida en mi costado, los doctores dicen que yo fui quien se la hizo después de apuñalar a mi acompañante. Estoy acusado por el asesinato de la chica del hotel.
*Este cuento forma parte de la antología Umbra Nocturna, una co-autoria con Antonio Salas Mendoza. Si quieres conseguirlo comunícate directamente con el autor AQUÍ.