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Un día solitario

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Suenan las primeras bestias de la mañana: un despertador casi moribundo, la licuadora de la vecina, el carro que a veces enciende y otras no. Miro por la ventana, el andar del gato sobre la barda me recuerda a otra época de la vida.

Antes todo era lento, luego llegó el tiempo voraginoso de la edad adulta: hacer lo más posible hasta donde la resistencia del cuerpo diera tregua, guardar dinero, aprovechar el tiempo.

Cuando fui joven, realmente lo fui, había tanta decadencia, pensamientos encontrados, desilusión. Luego tuve que entrar en el mundo del mercado, de la producción; creo que muchos pensamos en hacerlo así: luchar duro por años, luego tratar de laborar menos, hacer lo que nos gusta en realidad y  descansar. Así mi vida era como una especie de presentación de diapositivas, gráficas de picos: gente, lugares, actividades, luego el silencio.

El silencio trajo también a su hermana: la soledad. Ahora me hago acompañar por el sonido del televisor, los pasos de alguien que se aleja por la acera, la lluvia incipiente. A veces es devastador llegar a la habitación y no haber cruzado palabra con otra persona, no recibir un abrazo, una sonrisa. En casa suena el agua, ya no sé si es el agua corriente o una gotera, solamente sé que es el ruido que vive en las noches y que ya no me molesta.

Otra veces pienso, ¿para qué llegar? cuando sé que nadie me espera, cuando no hay preguntas y respuestas sobre algún tema. La lectura siempre me reconforta, pero algunas veces no es suficiente, no hay unos ojos para mirarlos, para mirarse, no hay otra persona con la que pueda intercambiar hallazgos literarios, no sé, la mejor novela que leí en el año, un gran poema, una crónica brillante o simplemente platicar sobre alguna película de moda, el tráfico, los nuevos cafés.

La soledad se acomoda plácidamente en cada rincón, parece que me abre la puerta, siento sus intenciones como un golpe directo en el pecho y no puedo hacer absolutamente nada, más que darle más poder. Me ha sido útil para escribir, por ejemplo, para meditar, para pensar. Para recordar no tanto, porque aparece la melancolía, luego la nostalgia y entro en esos estados desoladores de los que me cuesta salir.

Se dice que la soledad es buena consejera, que la soledad que una misma busca es buena, pero está esa otra, la que es impuesta por las circunstancias, esa duele, molesta, es como una aparición, como la piedra en el zapato. Cuando menos la pienso, ahí está: en mi cuarto, en un reflejo, en el asiento del copiloto, sonríe con una mueca, sonríe con los ojos apagados, no hay nada para ver, no hay un reflejo de luz. Trato a veces de lidiar con ella, de soportarla, le traigo lindas ofrendas como un par de poemarios para leer el fin de semana, una nueva tarea, más trabajo, a veces parece apagarse, pero siempre hay algo que la alimenta.

Es cansado tratar de huir de ella, también el intento fallido de comprar su piedad. Un señor que vive pasando la calle, deja su televisor encendido hasta la madrugada, vive solo por supuesto, también se escuchan sus largas conversaciones por teléfono. Yo no tengo ni eso, no sé hablar, no me salen las palabras, de mi boca solo lo necesario, después nada. Podría suponerse que no alcanzo a ser feliz, pero lo soy, a veces busco algo que se parezca a mí, algo que consuele como dice el poema la Tabaquería de Pessoa: tú que consuelas, que no existes y por eso consuelas. Estoy esperando que esa no existencia me sostenga, que tome mi mano, que me dicte otros versos.

Estoy esperando que esa no existencia ponga la olla del café, cante por las mañanas, sepa mirarse en el sepia de mis ojos. A veces la vida, la literatura y el tiempo son eso: la soledad, la espera, la forma de describirla, de asirla, de ir a través.

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